El orgullo que va unido a la soberbia es un pecado que ha acompañado al ser humano a lo largo de su historia. Se ha manifestado en estos miles de años en multitud de circunstancias, mostrando el mal que el pecado trajo al mundo. Pero este orgullo es también algo que acompaña al hombre de hoy, pues es el intento de igualarse a Dios.
De este modo, esta soberbia puede dividirse en cuatro partes, cada una con sus particularidades: la jactancia, la ostentación, la hipocresía y la ambición.
En Catholic Exchange, el profesor emérito de la Universidad de St. Jerome, Donald DeMarco, recuerda que estas características del orgullo cuando se ven en el otro son rechazadas, pero uno mismo las adopta para sí. “Esta es la gran paradoja del orgullo. Lo que encontramos repugnante en los demás, lo elegimos para nosotros mismo”, señala.
Entonces, ¿cómo podemos deshacernos de este vicio impropio? Hay, afortunadamente, formas prácticas de apartar cada una de estas cuatro especies de orgullo. Así lo explica este profesor:
Jactancia
La tentación de presumir de logros propios es muy fuerte. Un antídoto práctico del elogio a uno mismo es elogiar a los demás. No importa lo bien que se haga algo, siempre habrá alguien que lo haga mejor. Es mucho más razonable alabar a los demás que envidiarlos. La envidia trae infelicidad y no lleva a ninguna parte.
Es bueno regocijarse por los logros de los demás y estar agradecidos por poder compartir sus dones. Cuando se elogia a los demás, en lugar de a uno mismo, se vence la necesidad de jactarse. Esto da una libertad maravillosa de la tarea fútil de tratar de convencer a los demás de que uno es mejor de lo que en realidad es.
Ostentación
La ostentación es asumir el papel del pavo real o, para decirlo de manera más simple, ser un “presumido”. La jactancia involucra palabras, la ostentación involucra posesiones. La persona codiciosa trata de impresionar a los demás con su atuendo, su riqueza, su estatus e incluso su coche. La competencia para superar a los demás puede ser muy frustrante. La preocupación por las posesiones puede interferir con el crecimiento. “Mantener las apariencias” puede ser un juego perdido. Si se apuesta por cultivar más el interior (sin coste económico), las ganas de hacer alarde de lo que uno tiene empiezan a desaparecer.
Hipocresía
Todos tratamos de convencer a los demás de que somos mejores de lo que sabemos que somos, explica el autor. Para complicar aún más las cosas, se nos insta, como dice el refrán, a “dar lo mejor de nosotros”. Pero no es fácil practicar lo que uno predica. La cura obvia para la hipocresía es ser honesto con uno mismo y admitir que no debemos “darnos aires” que falsifican cómo se vive.
Más bien, se debe vivir de tal manera que se pueda respaldar lo que uno predica al ponerlo en práctica. La integridad, por lo tanto, es la respuesta a la hipocresía. La gente admira la integridad y detesta la hipocresía. Pero la integridad es a la vez difícil de alcanzar y precaria cuando se logra. La persona íntegra se da cuenta de que debe permanecer seguir siendo humilde si quiere conservar dicha integridad.
Ambición
Nuestras ambiciones pueden ir en contra del destino que Dios asigna a cada uno. El hombre no puede leer el futuro. Por lo tanto, las ambiciones a menudo se basan en la ignorancia. Además, se inventan pensando únicamente en uno mismo, y no en el plan que Dios tiene en mente.
En Enrique VIII de Shakespeare, un cardenal Wolsey ambicioso, pero amargado, se da cuenta de la futilidad de sus ambiciones. En un estado de ánimo desesperado, dice: “Si hubiera servido a mi Dios con la mitad del celo que serví a mi rey, a mi edad no me habría dejado desnudo ante mis enemigos”. Su pecado trajo a su conciencia uno de significado más primordial. Se vuelve hacia Cromwell y dice: «Te ordeno que deseches la ambición: por ese pecado cayeron los ángeles». Cuando sé es fiel a Dios, el destino se hace evidente. Cualesquiera que sean las ambiciones que uno tenga, son meramente provisionales. Dios tiene nuestro destino planeado de antemano.
En resumen, podemos dejar de lado el orgullo así:
1) elogiar a los demás en lugar de a uno mismo.
2) estar más atentos a nuestro desarrollo espiritual que a nuestra acumulación de bienes.
3) asegurándonos de que practicamos lo que predicamos.
4) permitir que Dios manifieste nuestro destino.
“Estas son cuatro formas prácticas en las que podemos disipar el orgullo y permitir que el realismo de la humildad ocupe su lugar. Ser humilde es ser quienes somos. Ser orgulloso es el intento desesperado de vivir una existencia ficticia”, concluye Donald
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