«Estaba en un lugar pestilente, sin esperanza alguna de consuelo», así describe una santa el infierno. Aquí las diferencias entre el infiero y el purgatorio

El infierno es morir en pecado mortal sin estar arrepentido ni acoger el amor misericordioso de Dios; significa permanecer separados de Él para siempre por nuestra propia y libre elección
El demonio
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Todo cristiano cree en la vida eterna, y ve la muerte como una nueva vida. Por tanto, el cristiano no teme a la muerte, pues sabe que Cristo ya la ha vencido. Un cristiano cree que tras la muerte, cada alma tiene un juicio particular ante Dios. Según el artículo 1022 del Catecismo: «después de morir, cada hombre, recibe en su alma inmortal su retribución eterna en un juicio particular que refiere su vida a Cristo, bien a través de una purificación, bien para entrar inmediatamente en la bienaventuranza del cielo, bien para condenarse inmediatamente para siempre».

Por tanto, los hombres, tras su muerte, tienen tres posibles destinos: el cielo, el infierno o el purgatorio.

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Infierno

Dios no predestina a nadie a ir al infierno; para que eso suceda es necesaria una aversión voluntaria a Dios, estar en pecado mortal, y persistir en él hasta el final, según el artículo 1037 del Catecismo de la iglesia católica. El Secretario general del Concilio Vaticano II, Pericles Felici, afirmó: «Como no sabemos ni el día ni la hora, es necesario, según el consejo del Señor, estar continuamente en vela» (Lumen Gentium, 48); es decir, hay que evitar estar en pecado mortal y confesarse a menudo.

El infierno es morir en pecado mortal sin estar arrepentido ni acoger el amor misericordioso de Dios; significa permanecer separados de Él para siempre por nuestra propia y libre elección. Este estado de autoexclusión definitiva de la comunión con Dios y con los bienaventurados es lo que se designa con la palabra «infierno» según el artículo 1033 del Catecismo.

Almas del purgatorio

Purgatorio

Según el artículo 1030 del Catecismo: «Los que mueren en la gracia y en la amistad de Dios, pero imperfectamente purificados, aunque están seguros de su eterna salvación, sufren después de su muerte una purificación, a fin de obtener la santidad necesaria para entrar en la alegría del cielo». Es, por tanto, el estado del alma que tras morir en gracia de Dios, aún precisa purificar en el fuego purificador, que es muy distinto del «fuego que nunca se apaga».

Santa Teresa

Santa Teresa de Jesús, doctora de la Iglesia y mística, narra en su Libro de la vida las visiones místicas del infierno, que Dios le concedió para alejarse de sus pecados. Y así lo narraba:

«La entrada me parecía un callejón largo y estrecho, como un horno muy bajo, oscuro y angosto; el suelo, un lodo de suciedad y de un olor a alcantarilla en la que había una gran cantidad de reptiles repugnantes».

«Sentía en el alma un fuego de tal violencia que no se como poderlo referir; el cuerpo estaba atormentado por intolerables dolores que, incluso habiendo sufrido en esta vida algunos graves todo es incomparable con lo que sufrí allí entonces, sobre todo al pensar que estos tormentos no terminarían nunca y no darían tregua».

«Estaba en un lugar pestilente, sin esperanza alguna de consuelo, sin la posibilidad de sentarme y extender los miembros, encerrada como estaba en esa especie de hueco en el muro. Las mismas paredes, horribles a la vista, se me venían encima como sofocándome. No había luz, sino unas tinieblas densísimas».

Santa María Faustina Kowalska

La santa polaca por quien la Iglesia recibió la coronilla de la Divina Misericordia, narra en su diario una visión del infierno que tuvo a finales de octubre de 1936:

«Hay tormentos particulares para varias almas que son los tormentos de los sentidos. Cada alma, con lo que ha pecado, es atormentada de forma tremenda e indescriptible. Hay cavernas horribles, vorágines de tormentos, donde cada suplicio es distinto del otro.»

«Una cosa he notado, y es que la mayor parte de las almas que hay allí son almas que no creían que existía el infierno. Cuando volví en mí, no conseguía recuperarme del espanto, pensando que las almas allí sufren tan tremendamente, por esto rezo con mayor fervor por la conversión de los pecadores, e invoco incesantemente la misericordia de Dios para ellos».

María Simma

María Simma era una mujer austriaca que desde joven Dios le concedió el don de ver las almas del purgatorio. Las almas le pedían ayuda y testimoniaban los sufrimientos que vivían. Así respondía a la primera pregunta de Sor Emanuel:

«Sí, fue en el año 1940, de noche, a las 3 o 4 de la madrugada. Oí a algo que iba y venía en mi cuarto. Miré para ver quien había entrado en mi cuarto, vi que era un extraño. Iba y venía lentamente. Le pregunté ¿Cómo has entrado aquí? Pero él seguía caminando. Entonces le volví a preguntar. Y como seguía sin responderme, me levanté de un salto para agarrarlo, pero no toqué más que el aire, y el hombre había desaparecido. Entonces volví a la cama, y de nuevo comencé a sentir que iba y venía. Me pregunté por qué veía allí a ese hombre, pero no podía aferrarlo. Me levanté de nuevo para asirlo y para hacer que dejase de caminar. Nuevamente, me topé con la nada. Quedé perpleja. Volví a acostarme. No volvió otra vez, pero aquella noche no conseguí dormir. Al día siguiente, fui a ver a mi director espiritual y le conté lo sucedido. Me dijo, si todo eso vuelve a pasar, no preguntes: ¿Quién eres?, sino, ¿Qué quieres de mí?».

«La noche siguiente el hombre regresó. Era el mismo, y yo le pregunté ¿Qué quieres de mí? Me respondió: Haz celebrar tres misas por mí y seré liberado. Entonces comprendí que era un alma del Purgatorio. Mi director espiritual me lo confirmó. Me aconsejó no rechazar jamás las almas del Purgatorio, y de acoger con generosidad lo que pedían».

Redacción SOY CENTINELA/El Debate

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