Sí hay alternativas realistas al capitalismo y al comunismo; por ejemplo, el distributismo

Hilaire Belloc (izquierda) y G.K. Chesterton (derecha)
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Tanto el capitalismo como el comunismo (que son dos caras de la misma moneda) han demostrado fehacientemente su maldad intrínseca y su ineficacia. Consternados por estos errores y persuadidos de que el hombre no está abocado a elegir entre el reduccionismo capitalista y el reduccionismo comunista, los escritores G.K. Chesterton (1874-1936) e Hilaire Belloc (1870-1953) idearon el distributismo, una alternativa a ambos sistemas inspirada en la doctrina social de la Iglesia y asentada sobre una abarcadora concepción de la naturaleza humana.

Si un hombre se declarase abiertamente reacio al capitalismo, no nos resultaría extraño que su audiencia lo relacionase con cualquiera de los credos marxistas. Si, por el contrario, ese mismo hombre disertase prolijamente sobre los vicios inherentes al marxismo, consideraríamos juicioso que sus interlocutores lo vincularan al capitalismo o a esa transmutación contemporánea suya, el neoliberalismo. Y lo consideraríamos juicioso porque nos hemos dejado atrapar por un falso dilema, porque hemos aceptado la cuando menos cuestionable idea de que sólo hay dos aproximaciones posibles a la cuestión económica: la capitalista, que vendría a enfatizar la actividad privada, y la comunista, que vendría a reivindicar el papel del Estado en la generación de la riqueza.

Decimos que es un falso dilema porque nada impide al hombre concebir un nuevo modelo económico, uno distinto del capitalismo y del comunismo. En realidad, potencialmente hay tantos sistemas económicos como personas capaces de idearlos, y la cuestión estriba en juzgar cada uno de ellos según su conformidad con la naturaleza humana. El capitalismo soslaya la dimensión social del hombre conminándole a perseguir su propio beneficio y asegurándole que de ese modo, por obra de una brumosa ‘mano invisible’, contribuye al bien común. Reviste de virtud el vicio del egoísmo y lo erige en paradigma de conducta. El comunismo, por su parte, cae en el extremo opuesto del error: como añorante de las religiones panteístas, disuelve a los muchos en uno; anula las aspiraciones del ser humano concreto en aras de la felicidad del conjunto.

Consternados por estos errores y persuadidos de que el hombre no está abocado a elegir entre el reduccionismo capitalista y el reduccionismo comunista, los escritores G.K. Chesterton (1874-1936) e Hilaire Belloc (1870-1953) idearon el distributismo, una alternativa a ambos sistemas inspirada en la doctrina social de la Iglesia y asentada sobre una abarcadora concepción de la naturaleza humana. En ocasiones se lo ha considerado como una suerte de vía intermedia o de síntesis, pero tal consideración no puede desagradarnos más. La peculiaridad del distributismo reside precisamente en que no está a medio camino entre marxismo y capitalismo, sino fuera del camino, ajeno a los apriorismos de ambos modelos, alzándose como refugio para todos aquéllos que deseen vivir más humanamente.

La cuestión de la propiedad

Mientras escribía las primeras líneas de este texto y cavilaba sobre el modo más adecuado de estructurarlo, me preguntaba también cuál es el eje del distributismo, esa idea en torno a la cual orbitan todas las demás. En realidad, son los propios Chesterton y Belloc quienes imponen la respuesta al interrogante: su doctrina económica se funda en una concepción concreta de la propiedad privada. Frente al marxismo, que aspira a abolir la propiedad, el distributismo la concibe como un bien necesario para la realización plena del hombre. Frente al capitalismo, que tiende espontáneamente a concentrar los medios de producción en manos de una oligarquía, considera indispensable que éstos estén justamente distribuidos: «Es una negación de la propiedad el hecho de que el duque de Sutherland posea todas las granjas de un condado, igual que sería una negación del matrimonio que retuviera a todas nuestras esposas en un solo harén», sentencia Chesterton en Lo que está mal en el mundo.

El distributismo está atravesado por una lógica interna fácilmente perceptible incluso para las miradas menos penetrantes. Si aceptamos, contra el comunismo, que la propiedad es imprescindible para el desarrollo pleno del hombre, de cada hombre, ¿Cómo no concluir, contra el capitalismo, que lo suyo es que esté en manos de muchos y no de unos pocos? Precisamente porque la propiedad es buena, es bueno que esté distribuida. Conviene más a la naturaleza humana la existencia de cien pequeños propietarios que la de un gran propietario y noventa y nueve proletarios. Conviene más a la naturaleza humana la existencia de mil empresas locales que la de dos empresas multinacionales. Conviene más a la naturaleza humana, en fin, la distribución de la propiedad que su concentración.

De esta idea de la propiedad se deduce el proyecto distributista de religar los factores de producción, desvinculados tanto por el capitalismo como por el comunismo. Se trata de que un hombre o un puñado de hombres pueda afanarse en perfeccionar o en transformar (trabajo) una materia (tierra) que es suya mediante unos instrumentos (capital) que también lo sean. ‘Tres acres y una vaca’, reza el famoso lema distributista.

Creación limitada

Llegados a este punto, y como consecuencia de nuestra torpeza argumentativa, que nos ha abocado a omitir una explicación que no debía omitirse, el lector más sagaz se estará preguntando en qué sentido el hombre necesita la propiedad para realizar su naturaleza. El propio Chesterton puede responderle: «La propiedad no es más que el arte de la democracia. Significa que cada hombre debería tener algo que formar a su imagen, tal y como él está formado a imagen del cielo». Cuando moldea o transforma libremente algo que puede reclamar como suyo, el hombre participa ―en la medida de sus posibilidades― de la actividad creadora de Dios y actúa, por tanto, conforme a lo más elevado que hay en él. Como está hecho a imagen de Dios, perfecciona su naturaleza obrando también a imagen de Dios, y una de las maneras en que puede hacer esto último estriba en imprimir su huella en las cosas, en esculpirlas a ellas como el Creador lo ha esculpido a él.

Pero el distributismo entrevera esta concepción puramente católica de la sublimidad del hombre con el reconocimiento también puramente católico de su miseria. Aunque nos compela a imitar a Dios, a participar de su actividad creadora, tiene muy presente que nuestra imitación será inexorablemente precaria, una tenue sombra de la magnificencia divina. Al contrario que Dios, que crea de la nada, el hombre sólo puede crear ―¡limitadamente!― a partir de algo que ya existe. Chesterton y Belloc son plenamente conscientes de las insuficiencias propias de lo humano y, lejos de renegar de ellas, esbozan una doctrina económica que las abraza. Cuando afirman que la propiedad debe distribuirse, están afirmando que debe ser limitada, e incluso pequeña. Frente a las fantasías megalómanas del comunismo y del capitalismo, frente a las acumulaciones de propiedad y a la inmensidad de los planes estatales, el distributismo aboga por una economía hecha a la medida del hombre, hecha a la medida de su grandeza, por supuesto, pero también de su pequeñez.

Quizá la principal objeción planteada contra el distributismo  sea su supuesto carácter utópico. Sabemos de muchos a quienes, en efecto, les agrada la idea de una propiedad distribuida ―la propiedad, como el estiércol, sólo es fecunda cuando se reparte ordenadamente―, pero que no terminan de estimar posible su concreción. En realidad, la crítica, que parece tan juiciosa, no puede antojársenos más desatinada: cabría hacérsela a cualquier propuesta económica algún tiempo antes de su aplicación. Si a un campesino del siglo XIII le hubieran dicho que, andados los siglos, se impondría un sistema económico que dividiría a los hombres en un puñado de propietarios y en una masa de proletarios, habría respondido con una mueca de incredulidad. Si a un aristócrata ruso de la primera mitad del siglo XIX le hubieran advertido del próximo advenimiento de un régimen que colectivizaría los medios de producción, habría esbozado una sonrisa condescendiente como la que esbozamos ante el loco que nos abruma con sus cavilaciones. Las ‘utopías’ de hoy son los statu quo de mañana.

En rigor, si los críticos hubiesen leído a los autores distributistas con una mínima atención, nosotros podríamos habernos ahorrado este artículo y haber consagrado nuestro tiempo a la defensa de causas más difíciles. A diferencia de los ideólogos modernos, que traman sus teorías y luego moldean la realidad a imagen de éstas, que anteponen lo lógico a lo ontológico, Chesterton y Belloc aprehenden la realidad antes de enunciar sus teorías. En su caso, lo real prima sobre lo mental. Proponen una distribución de la propiedad porque ya se ha demostrado posible y buena y porque ya ha tenido lugar en momentos concretos del devenir humano. ¿Cómo negar la viabilidad del distributismo, cuando el distributismo ya ha sido viable?

El ejemplo de la Baja Edad Media

Como explica Belloc en su clarividente obra El estado servil, en la Baja Edad Media la mayoría de los campesinos poseía, de facto, la tierra que cultivaba, los instrumentos con los que lo hacía y buena parte del fruto de su labor. Si bien había de rendir los tributos pertinentes al señor de turno, éstos eran casi simbólicos y no le impedían dedicarse a otros quehaceres: «Si a finales del siglo XIV, pongamos por caso, o a principios del siglo XV, hubiéramos visitado a algún caballero en su fundo de Francia o Gran Bretaña, nos habría dicho señalándolo en su totalidad: ‘Ésta es mi tierra’. Pero el labriego habría podido decir también de su heredad: ‘Ésta es mi tierra’. Y, en efecto, no podía ser desalojado de ella. Los tributos que la costumbre le obligaba a pagar no eran sino una fracción de la producción total. No siempre podía venderla, pero siempre pasaba como herencia de padre a hijo; y, en general, al término de este largo proceso de mil años, el esclavo se había convertido en un hombre libre en todo cuanto se refería a las actividades ordinarias de la sociedad. Compraba y vendía, ahorraba lo que quería, edificaba, construía desagües a su arbitrio y, si introducía mejoras en la tierra, eran en su propio beneficio».

En las incipientes ciudades, instituciones hoy extintas como los gremios velaban también por la distribución de la propiedad. Como señala Belloc en su ya citado ensayo, estas corporaciones estaban compuestas por personas consagradas al mismo oficio y procuraban impedir la competencia entre ellas; esto es, el enriquecimiento de unas a expensas de otras: «Sobre todo, el gremio custodiaba con el máximo celo la división de la propiedad, de modo que en sus filas no se formaran proletarios, por una parte, ni capitalistas monopolizadores, por otra», sentencia el escritor. La idea que subyacía a las asociaciones gremiales, quizá inasumible para la posmodernidad liberal, es la del indisociable vínculo entre libertad y bien común, la de que un hombre concreto no debe violentar con su libertad el orden de la comunidad en la que habita.

Una concepción errónea de la historia

Llegados a este punto de la argumentación, alguno de nuestros objetores podría replicarnos que él no niega la viabilidad del distributismo así, en general, sino su viabilidad en el Occidente del siglo XXI, dadas las condiciones existentes. Convenimos con él, al menos en cierto sentido. Por supuesto, no creemos que la civilización occidental vaya a devenir distributista en cuestión de años, quizá ni siquiera en cuestión de décadas; la inercia y algunas costumbres bien arraigadas lo impedirían. Sin embargo, sí consideramos que puede acercarse al ideal distributista paulatinamente, como un hombre extraviado que va corrigiendo su carácter para aproximarse más y más a lo que debería ser.

Tras el rechazo del distributismo por inviable entrevemos una concepción equivocada de la historia, la sospecha de que ésta evoca una impetuosa corriente que discurre ajena a la voluntad humana. Sin embargo, sabemos que la historia no es una fuerza ciega, sino la expresión concreta de la voluntad de muchos hombres y de una providencia que los inspira. Los seres humanos no están trágicamente sometidos a dinámicas y procesos que escapan a su control. Al contrario. Pueden detenerse y cambiar de rumbo si intuyen un precipicio ante ellos o apresurar el paso si lo que columbran es un edén. Haber nacido en una civilización capitalista no implica de ningún modo el inexorable destino de morir en ella.

«Por el amor de Dios, no les digáis que no hay forma de escapar de la trampa a la que vuestra locura les ha conducido; que no hay camino excepto el camino por el que les habéis llevado a la ruina; que no hay progreso excepto el que ha terminado aquí», clama Chesterton en Los límites de la cordura.

Pero ¿cómo? Como haga falta

Una vez aclarada la posibilidad de que el distributismo advenga, es legítimo que alguien se pregunte cómo lograrlo. No nos corresponde a nosotros, balbuceantes plumillas, responder ese interrogante. Tampoco lo hicieron Chesterton y Belloc; al menos no con el detalle, con la minuciosidad que exigiría un economista. Tal vez se requiera una intervención más activa de las fuerzas estatales, tal vez baste con dar rienda suelta ―¡aún más!― al mercado. Tenemos algunas intuiciones al respecto, pero son tan tímidas, tan oscuras, que preferimos ahorrarle al lector el tedio de conocerlas.

Además, la peculiaridad del distributismo radica precisamente en que no atañe tanto a los medios como al fin, en que, al tiempo que señala la meta ―una propiedad justamente distribuida―, se despreocupa de trazar el camino que uno debe recorrer para alcanzarla. Chesterton y Belloc no son dogmáticos con el modo; sí lo son con el ideal. Se trata de cimentar una comunidad en la que los medios de producción estén justamente repartidos, una comunidad organizada de tal modo que el hombre corriente pueda, como ya dijimos, participar de la actividad creadora de Dios en la medida de sus limitadas posibilidades. Cuanto más se corresponda nuestra realidad con ese ideal, más cerca estaremos de vivir como humanamente debemos.

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