Rodríguez de la Peña: el universalismo globalista no tiene alma, pero el cristiano lo abarca todo

El globalismo carece de identidad, es la nada; es para élites cosmopolitas. Al final, cuando el pueblo llano se enfrenta a la realidad agonizante del universalismo cristiano, le atrae mucho más, como alternativa, el tribalismo de las identidades que un globalismo vacío.
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El historiador Manuel Alejandro Rodríguez de la Peña ha publicado en los últimos meses dos de los libros de investigación más sorprendentes y relevantes del panorama editorial: Compasión. Una historia (CEU Ediciones) e Imperios de crueldad. La antigüedad clásica y la inhumanidad (Ediciones Encuentro). En realidad se trata de las dos caras de una misma investigación que desvela, de forma concienzuda y documentada, cómo y de qué manera la crueldad fue dando paso a la compasión a medida que las sociedades humanas avanzaban en civilización. Rodríguez de la Peña, que es catedrático en Historia Medieval en el CEU, tiene, además, la osadía de defender que las religiones han jugado un papel crucial e insustituible en ese proceso de contención de la violencia y la crueldad. Y lo hace, después de un pormenorizado estudio histórico, en contra del tópico contemporáneo que las culpa de ser la principal fuente de violencia. En esta conversación habla de ésta y otras muchas cuestiones del pasado y del presente.

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– Una idea común a sus dos libros es la afirmación, compartida con René Girard, de que la religión ha sido un factor apaciguador de la violencia a lo largo de la historia.

Estoy convencido de que ha sido así. Si analizamos la historia desde una perspectiva comparada, y lo hacemos con un rango cronológico de milenios -y no, como a veces se hace, poniendo el foco sólo en un siglo o en una civilización concreta- se puede comprobar fácilmente que la religión ha sido un factor que ha frenado, atenuado o canalizado la violencia. Incluso la violencia religiosa, salvo alguna excepción puntual, suele ser más limitada que aquella otra basada en el tribalismo, característica del mundo antiguo, o la basada en las ideologías totalitarias del mundo contemporáneo. Hoy es un lugar común afirmar que el fanatismo religioso es el principal desencadenante de violencia. Pero la evidencia histórica es la que es.

P. También está muy extendida la creencia de que las sociedades primitivas eran más pacíficas.

R. Es verdad que la civilización, cuando llega, a veces perfecciona los sistemas de opresión previos y, de hecho, la masacre organizada puede ser pavorosa, como revelo en mi libro Imperios de crueldad. Pero hay que decir claramente que el ser humano primitivo, el que habitaba en sociedades nómadas, previas al Estado, manifestaba esa misma pulsión de violencia y, además, la llevaba hasta sus últimos extremos. Están documentados ejemplos de ‘guerra total’ en la que aniquilan hasta el último niño de los clanes enemigos y a los supervivientes los esclavizan o los usan para sacrificios humanos o torturas. Esto se puede decir no sólo de las tribus de época Neolítica o Paleolítica, sino que también se detecta en el estudio de las tribus primitivas actuales. No son en modo alguno mejores.

P. No son mejores, pero ¿cuál es la aportación positiva de la civilización?

R. Lo que marca la diferencia es que la civilización introduce también las éticas: las éticas de la compasión, del auxilio al otro más allá del círculo íntimo… En las sociedades previas se dan ciertamente casos de compasión, empatía o amor desinteresado, pero se circunscriben al ámbito de los más próximos: el familiar, el amigo o el miembro de la tribu. Pero el descubrimiento de que el otro es una persona que puede ser objeto de dignidad, incluso si no está ligado directamente a ti, es un hallazgo de la civilización, sin duda alguna. La historia de la civilización es la historia de la crueldad -y mi último libro trata sobre ello- pero es también la historia de la compasión. Ambas realidades son ciertas.

Lo que marca la diferencia es que la civilización introduce también las éticas: las éticas de la compasión, del auxilio al otro más allá del círculo íntimo…

P. ¿Son un peligro las convicciones fuertes? Ahora está muy extendida la idea de que deberíamos evitarlas, porque pueden ser fuente de violencia y de odio al otro.

R. Si uno estudia la historia de las utopías se encuentra con que la mayoría de ellas acaban en masacre, opresión y una tendencia al totalitarismo o integrismo. Pero, si tener convicciones fuertes es peligroso, aún más peligroso es no tenerlas. El verdadero problema está en el modo como nos relacionamos con ellas, porque el idealismo se puede vivir de muchas maneras. Hay quienes están dispuestos a matar por sus ideas y quienes están dispuestos a dejarse matar por ellas. Estos últimos son los que cambian el mundo a mejor, pero el impulso idealista de ambos es el mismo.

P. ¿Cuándo se produce el salto del idealismo al fanatismo?

R. El salto del idealismo al fanatismo se da cuando se intenta imponer a toda costa las propias ideas, ignorando que nunca va a existir una sociedad perfecta. El ser humano tiene pulsiones violentas inevitables que no se pueden eliminar sino, en todo caso, reconducir. Y aquel que ha intentado suprimirlas, haciendo una especie de tabula rasa de lo humano, en busca de una sociedad ideal, sólo ha logrado crear infiernos en la tierra.

Se ve en las herejías medievales, que se organizaban en comunas que generaban un control absoluto de las personas. Pero también, en la Edad Moderna, en el caso de los anabaptistas de Münster, la Ginebra de Calvino, la caza de brujas de Salem… O, desde una perspectiva más secular, el terror jacobino, la Rusia bolchevique, la Alemania nazi o la Camboya de Pol Pot.

P. ¿Cómo evitamos caer en esto?

R. No olvidando los principios del humanismo, que proclama que el hombre es sagrado para el hombre. Esta es una de las esencias del Evangelio, pero también está en la tradición socrática estoica. Si nos olvidamos de esto, pensaremos que nuestras ideas están por encima de la persona que tengo delante, y si tengo que matarla, encarcelarla o perseguirla para que se amolde a mis creencias, lo haré. Si se olvida la dignidad intrínseca del hombre, las mejores religiones, o las ideas más excelsas, degeneran en un infierno en la tierra.

P. En su libro Los peligros de la moral, Pablo Malo explica que el ser humano no puede evitar organizar su mundo moral a través de la oposición entre un ellos y un nosotros. En el campo del nosotros caben la empatía y la compasión, pero es a costa de dejar fuera a otros. El cristianismo habría extendido ese ‘nosotros’ hasta convertirlo en universal, pues todos seríamos hijos del mismo Dios, pero hoy vemos resurgir formas de tribalismo, como las políticas de las identidades.

R. No puedo estar más de acuerdo. El concepto de tribalismo lo manejo mucho porque, en efecto, según se disuelve lo universal, el ser humano vuelve siempre a su estadio salvaje, y eso tira hacia la tribu. Llámelo como quiera: nación, partido, secta…

P. La paradoja es que esta reaparición de la tribu convive con una exaltación aparente de los valores globales. Aparentemente somos más universalistas que nunca…

R. Mi teoría es que el universalismo globalista no tiene alma. El universalismo cristiano lo abarca todo, rompe todas las barreras e incluye a todos, pero no deja de ser un pueblo, y tiene una identidad. Pero el globalismo carece de identidad, es la nada; es para élites cosmopolitas. Al final, cuando el pueblo llano se enfrenta a la realidad agonizante del universalismo cristiano, le atrae mucho más, como alternativa, el tribalismo de las identidades que un globalismo vacío.

P. En su libro ‘Compasión. Una historia’ demuestra que la compasión no la inventa el cristianismo, como a veces se suele dar por sentado, sino que tiene un largo recorrido previo.

R. La compasión viene de una tradición muy antigua que no se limita a la tradición bíblica. En otros lugares como la India, la antigua China, el antiguo Irán o la antigua Grecia también se desarrollan éticas compasivas. En todos los casos, desde una matriz religiosa. Incluido el caso de Sócrates, al que a veces se considera un pensador secular y que, sin embargo, cuando expresa su sentido de la virtud como hacer bien a los demás, aunque te cueste la vida, lo hace en terminología religiosa.

Lo que sí hace el cristianismo es llevar la compasión hasta su máximo ético, al incluir a los enemigos, al que te amenaza. El mandato de ‘amar al prójimo como a ti mismo’ está ya en el Levítico, no es original del cristianismo. La novedad es el amor al enemigo. Ese es el gran escándalo del cristianismo.

P. El teólogo progresista Juan José Tamayo ha publicado también un libro sobre la compasión. El la define así: “Asumir el dolor de las víctimas hasta identificarse con ellas y pensar la realidad desde las víctimas”. ¿No conecta esto directamente con los justicieros sociales woke y con la actual cultura de la víctima?

R. Coincido con Tamayo en la que persona verdaderamente compasiva se pone en el lugar de la víctima. Ahora bien, si organizas todo tu pensamiento y tu visión del mundo en torno a ella, caes en el discurso de la víctima, que es hegemónico hoy en día y que es una moral de esclavos, por utilizar la terminología de Nietzsche, que yo veo adecuada en este caso.

El mundo no puedes pensarlo a partir de la idea de que la víctima siempre tiene razón, o de que tiene alguna forma de superioridad moral. La compasión cristiana no es eso. Hay que tener cuidado de no cruzar la línea. Cristo no le da nunca la razón al pecador, y la tradición cristiana jamás ha consistido en afirmar que las víctimas siempre tienen razón. La misericordia cristiana no habla de ‘empoderar’ a la víctima. De ese error viene lo woke.

P. -‘Imperios de crueldad’ es un libro agridulce que nos confronta con los aspectos menos amables de la cultura grecolatina. ¿Por qué?

R. El libro está dirigido a personas que ya están convencidas de la grandeza de Grecia y Roma, y que aceptan que somos deudores en alto grado de su legado. No está escrito para gente woke empeñada en descalificar la historia. Pero sí apunto que hay un peligro en ese legado, porque tiene una visión violenta del ser humano según la cual es legítimo masacrar o torturar a aquellos que estén en el lado incorrecto de la división nosotros/ellos.

El libro es una llamada de atención y una advertencia, porque, si eliminamos de ese legado la visión ética cristiana, lo que queda es una visión de la cultura clásica como la que tenían los nazis o los jacobinos, y eso lleva a culturas de masacre y de genocidio. Esta es una verdad incómoda, pero es la realidad. Si eliminas lo socrático cristiano de lo grecolatino te queda un legado muy peligroso; grandioso, espectacular, pero que hay que manejar con cuidado.

P. Sin embargo, suele explicarse justo al revés. Está muy extendida entre nosotros la visión de Edward Gibbon, según la cual el cristianismo ‘estropea’ Roma y causa su decadencia.

R. A Gibbon hay que recusarle por dos razones. La primera, porque su tesis responde a una lógica que legitima la crueldad. ¿En qué consiste el bacilo cristiano que ha destruido Roma? En sus principios de mansedumbre, no violencia, amor al prójimo… Pero es que, además, es históricamente falsa. Ciertamente, la difusión del cristianismo suaviza muchos aspectos crueles de la cultura romana, entre ellas las luchas en el circo, el infanticidio o la práctica de la crucifixión, que se van reduciendo y casi desaparecen. Pero el Imperio Romano sigue siendo tan militarista como antes, y sus emperadores siguen siendo generales todos, no se transforman en hippies. De hecho, el Ejército romano duplica su tamaño en la época constantiniana. De modo que su tesis no se verifica. También está volviendo, entre divulgadores históricos, y es más preocupante, la idea de que los cristianos destruyeron la cultura clásica, cuando es justamente al revés: si ha llegado hasta nosotros es gracias a los cristianos.

P. Lo que plantea es que si el legado grecolatino se reivindica despojado de la compasión cristiana lo que queda es una pulsión por el poder. Y éste es un asunto muy del presente.

R. Es exactamente lo que está pasando. Foucault es el profeta de todo esto. No en el sentido de advertir contra ello, sino de defenderlo como la mejor opción posible. Según su visión, que es la que prima ahora, hay que olvidar la verdad, que es una falacia, y volver a las relaciones de poder. Todo es poder. Y lo que no es poder es mentira, relato. Es el discurso de Mayo del 68 pero llevado a sus consecuencias últimas. A lo que no se habían atrevido sus abuelos se están atreviendo ellos ahora.

P. Pero, si todo es poder, ¿no volvemos a la jungla?

R. Exacto. Es volver a la jungla.

Lo woke lleva lo neoliberal hasta sus últimas consecuencias y lo enfrenta a sus contradicciones

P. Autores como Adriano Erriguel plantean que Mayo del 68 es el gran ‘momento neoliberal’, entendiendo la palabra neoliberal en un sentido amplio, antropológico, no sólo económico, como una libertad que se define por la ausencia de limitaciones.

R. Lo woke lleva lo neoliberal a sus últimas consecuencias y lo enfrenta ante sus contradicciones. Hay una matriz liberal ácrata en todo esto. La pesadilla woke es hija de algunos presupuestos antropológicos del liberalismo, aunque los liberales clásicos estén horrorizados y renieguen de ello. Pero igual que hay una matriz cristiana corrompida en el buenismo victimista, hay una matriz liberal en la ausencia de criterios de valoración ética, en la idea de negación de los límites, en la concepción autorreferencial del ser humano… todo eso es liberal, sin duda.

P. El actual derrumbe de la cristiandad viene acompañado de un retorno del paganismo. ¿No puede ser un indicio de que regresa la fascinación por aquellas viejas culturas del poder?

R. Algo de eso hay, aunque hay que precisar. Yo veo, al menos, tres tipos de paganismo; uno apolíneo, otro dionisíaco u otro más básico, ctónico, a ras de suelo. El paganismo apolíneo podría ser el de Sócrates, que es refinado y racional; éste no está volviendo en absoluto. El dionisíaco, que es el que reivindica Nietzsche, es un paganismo del amor a la naturaleza, el destino y la crueldad, pero con una visión epicúrea del disfrute de la vida, y tiene más predicamento ahora. Pero, sobre todo, ha vuelto con una fuerza insólita el tercero, el ctónico, que casi podríamos definir como saturnal: lo misterioso, lo oscuro, la reivindicación de las pulsiones más animales, la glorificación de la autenticidad, la consideración de las brujas como algo positivo… Es una mezcla de las supersticiones que había en el mundo clásico, donde eran muy habituales el vudú, la magia negra, las fiestas de la sangre, las bacanales… ese paganismo de masas incultas y animalizadas es el que más está volviendo.

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