Lola

Así era Lola: poco habladora, trabajadora incansable, creyente sin porfiar, sacrificada sin saber que se estaba sacrificando, educadora vocacionada, de Rosario y Misa diarios
Lola
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Un día como hoy, 20 de agosto (memoria de S. Bernardo, del que era devota), de hace 20 años, el alma de Lola se fue a la casa del Padre. En su tumba, su esposo y sus cinco hijos colocaron este epitafio: «aquí espera la resurrección de la carne». Sus restos reposan en las faldas de la protectora Tesla, una de las accesibles y boscosas elevaciones que caracterizan la cuna de Castilla y del castellano.

Apenas estrenados los veinte años, Lola llegó desde el norte de León, astur en su esencia, a la Castilla cantábrica para ser maestra rural, cuando el dicho tenía todo su sentido: «pasas más hambre que maestro de Escuela». No solía hablar de sí misma, pero cuando le tirábamos de sus recuerdos, nos contaba alegre que las pocas pesetas que recibía por un oficio nada fácil, apenas le alcanzaban para pagar una habitación que casi siempre permanecía gélida en periodo escolar. El resto de sus necesidades las solventaba con el paquete que le enviaban sus padres con parte de la matanza del cerdo y con lo que las familias de sus alumnos le regalaban. Eran los años cincuenta del siglo pasado y las heridas de «nuestra guerra» supuraban con fuerza.

Lola leyendo una lectura en la Misa

 

 

El que sería su único novio y esposo de por vida, Manolo, se enamoró de ella al entrar en la pequeña iglesia rural y verla dirigir el Rosario. Esta oración, considerada como el sacrificio vespertino de los pobres, va a marcar para siempre su matrimonio y su familia. No creo que dejaran de rezarla un solo día. Lola nunca cambió su devoción por la advocación mariana de Ntra. Sra. de Riosol, la Reina de la montaña astur-leonesa, la de los agrestes y siempre verdes prados. Fue la primera en poner este nombre a una de sus hijas; curiosamente, no se conocían antecedentes en todo el valle donde manda esta Santina. También en esto abrió caminos. Con muchísimo sacrificio, consiguió cumplir su promesa de regalar un cáliz a su Ermita; nunca me lo dijo ella, me enteré muchos años después por alguien que hizo de intermediario en la búsqueda del vaso litúrgico.

El espíritu y la personalidad de Lola se entienden desde sus paisajes y -sobre todo- sus paisanajes. Sus antepasados, hijos de la Reconquista astur-leonesa, aprendieron a ganar y valorar cada palmo de tierra para construir su hogar, cultivar sus semillas y apacentar su ganado. Con nieves perpetuas en el pico Mampodre y muy frecuentes en el pueblo. Lola recordaba que de niña era frecuente que en la fiesta de la Purísima la nieve superase su estatura y caminaba a la iglesia sin ver nada por el camino que los mozos del pueblo habían esculpido en el blanco manto.

En aquella época se forjaban en duros trabajos del campo y del hogar, al amor de la lumbre cuando los padres enseñaban las pocas (y esenciales) cosas que sabían y silenciaban otras (los horrores de «nuestra guerra», por ejemplo, o los trapos sucios familiares). Cada palabra se pensaba y se decía con cuidado. Todo tenía valor. Los silencios eran elocuentes y hasta los olores perduran de por vida. El tiempo y lo que en él hacemos eran sagrados.

Los reconquistadores no tenían señores, salvo al Señor del cielo y la tierra, y al lejano rey católico que habitaba en Oviedo y luego en Castilla. Ellos eran sus propios señores y los responsables de sus bosques, ríos y familias. Y se tuvieron que poner de acuerdo; por eso, aprendieron a organizarse mancomunadamente, dialogando a la sombra de un roble o en el atrio de la iglesia para tomar las mejores decisiones para el bien común. Ellos forjaron la democracia del pueblo, siglos antes de que la burguesía la coaptase a sus egoístas intereses. Eran libres, como no sabemos serlo en nuestros días; por eso, manoseamos tanto las teorías sobre la libertad.

Lola con su madre, que también se llamaba Mª Dolores

Cuando echo atrás en mi memoria, lo que más resuena en ella son los rostros y las manos arrugados de mis abuelos, la pizarra de pizarra (piedra viva) en la que el abuelo me enseñó las reglas matemáticas, el olor del fuego y del pimentón asturiano, el sabor de la sopa de ajo, de la cecina y de los lazos de S. Guillermo, el crujir de los suelos de madera, el Rosario sentados en el escaño de la cocina, el sonido de las campanas del reloj del Ayuntamiento despertándonos del profundo sueño, las sábanas frecuentemente húmedas por el frío, el miedo a escuchar por la noche a la caraviella (lechuza) porque venía a llevarse a alguien o las adustas conversaciones de mis abuelos… Todo tenía valor, todo se hacía con sacrificio, cada palabra contaba, no se podía hablar por hablar ni porfiar de lo que no sabemos (¡cuánto me lo repetía en la adolescencia el abuelo!).

Así era Lola: poco habladora, trabajadora incansable, creyente sin porfiar, sacrificada sin saber que se estaba sacrificando, educadora vocacionada, de Rosario y Misa diarios; también con su genio, con sus duras correcciones, con mucho sufrimiento por sus allegados, con la contundente objetividad que da el trabajo desde niña y sin apenas veleidades pequeño-burguesas… y todo con una sonrisa. Ese es nuestro recuerdo más recurrente: Lola sonriendo y diciéndonos, en silencio, lo que necesitábamos cada uno.

Cada año que pasa, la memoria de Lola se agranda, en lugar de apagarse. Y se hace más fecunda porque no nos invita a la añoranza huera sino a la militancia, al combate, al amor.

Gracias, Lola.

Gracias, mamá. Eres la vida más fecunda de nuestras vidas.

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